An excerpt from “Women of Nanjing” by May-Lee Chai, published in NER 41.3, translated by Zoe Garcia
Durante un viaje reciente a Nanjing, yo miro como una mujer de edad mediana, quizás un poquito menor que yo, camina por la acera del bulevar Zhong Yang con su perrito, una criatura plumosa y blanca, y parecida a un bichón. La mujer está envuelta en capas de chifón amarilla, como una dama de honor. A juzgar por su edad, sé que ella debe haber experimentado a lo menos parte de la Revolución Cultural, cuando todos fueron obligados a llevar pantalones y chaquetas unisex de verde o azul. Ella debe haber vivido por el período de reforma inicial, también, cuando manifestaciones estudiantiles resonaban por las calles. Y si ella es un local de Nanjing, entonces debe recordar todas las décadas cuando no había ni calefacción en el invierno, a pesar de la nieve, ni el aire acondicionado en el verano, a pesar del calor.
Cuando cambia el semáforo, ella se inclina, toma a su perro y lo lleva al otro lado de la calle en sus brazos rechonchos como un bebé, y después lo baja con cariño y cuidado. El perrito baila un poco en sus patas traseras después de ser colocado, hace una vuelta, y finalmente la sigue ansiosamente por la acera.
A veces, se ve una revolución así: una mujer de edad mediana, vestida de amarilla, caminando por la acera con su bichon mimado.
Yo recuerdo cuando los perros estaban prohibidos como mascotas, cuando el partido Comunista se refería a ellos como remanentes del elitismo pequeño burgués.
Cuando yo era estudiante extranjera en la Universidad Nanjing a finales de los 80, los estudiantes chinos me contaban historias de las mascotas que una vez tuvieron. Hubo una pequeña ruptura en la política durante los incómodos años de transición entre la muerte de Mao en 1976, señalando el fin de la Revolución Cultural, y el inicio del período de la Puerta Abierta bajo Deng Xiaoping, en diciembre de 1978. Nadie sabía hasta dónde llegarían las reformas, ni qué tan rápido.
Cuando un estudiante estaba en la escuela primaria, él se acordó que de repente fue legal tener mascotas en la ciudad, y así como así, los agricultores desde el campo llevaron cachorros y gatitos en venta. Su familia le compró un perrito, bien chiquitito, pero cambió la política otra vez y las mascotas fueron prohibidas de nuevo. Tal vez se consideraban contaminación spiritual. Tal vez era porque las vacunas contra la rabia eran raras y caras y alguien en el gobierno sintió que las mascotas podrían ser un peligro para la salud en las ciudades densamente pobladas. El estudiante ya había llegado a amar a su perro, entonces su familia conspiró para esconder al perro de las autoridades. Había mucha gente, él se acordó, quién lo hacía; esconder las mascotas adentro, y quitarlos en los callejones entre las casas para jugar bajo el sol, solamente cuando no había ninguna policía a la vista.
Él recordó de un día en particular, estaba jugando con su perrito bien chiquito, y tal vez él se había olvidado de prestar atención, o tal vez la policía había llegado bien rápido en busca de mascotas ilegales, al acecho. Escuchó el silbato y de repente apareció la policía. Su abuela salió de casa inmediatamente – sus padres estaban al trabajo – y lo abrazó mientras él lloraba y la policía se llevó a su perro. Se llevaron a su perro, y también a las otras mascotas de todos los vecinos. Los rodearon a todos ahí mismo en la calle, y después los mataron a palos, enfrente de todos. “Nunca lo olvidaré”, me dijo.
Translator’s Note: I deeply enjoyed this story/essay by May-lee Chai. As someone who is not well versed in contemporary Chinese political history, I found myself learning quite a bit as I worked through the translation. Chai’s opening paragraph on the boundless feminine freedom that the woman was experiencing perfectly encapsulates the necessity of cultural memory. Chai was old enough to have experienced and/or understand the reforms that her ancestors went through, as well as wise enough to appreciate the way things have changed since then, noticing a fleeting moment of happiness of a passerby.
The goal of my translation was to bring the story into Spanish with my own personal writing style, in as similar yet artful a manner as possible. The New England Review appreciates stories such as Chai’s, and I don’t know if they would appreciate a translation such as, but they theoretically hired me, so let’s find out. My grammar and use of language were the most important aspects of the translation. The most difficult thing for me was the verbal tenses, and when Professor Rohena-Madrazo looked over it, he had multiple comments asking me to consider if this moment is talking about a sustained state of being or a momentary existence of something. It required me to sit down and think critically and spatially about where and when the story took place.
While working, I was reminded of Edith Grossman’s Why Translation Matters, specifically her notes on the importance of translated texts for readership. “Translation expands our ability to explore through literature the thoughts and feelings of people from another society or another time. It permits us to savor the transformation of the foreign into the familiar and for a brief time to live outside of our own skins, our own preconceptions and misconceptions.” In Chai’s case, who has never translated this essay, those who cannot read English now have the option to read some of her work in a variety of languages. This expands cross-cultural dialogue as more eyes and souls are exposed to more varied ways of life.